Gigante
Ya no quiero volver a Medium.
Verán: en muchas ocasiones, no puedo “sacar” lo que siento. Es el resultado de una constante educación para sublimar las emociones. No llores, no grites, no te rías así. No brinques, no bailes, no hagas esas caras. No camines así. No hagas esas voces. No seas tú, vaya. Cuando descubrí que era capaz de poner una frase detrás de otra y hacer algo medianamente inteligible, decidí que ese podía ser mi escape. Obviamente, las personas que me engendraron y me educaron para no expresar nada, jamás lo comprendieron, a pesar de las muchas veces que intenté incluirlos.
Digo que no quiero regresar a Medium, porque vine a sacar algo. Vine a dejar algo aquí, para que no me devore las entrañas y me destruya. Esa incapacidad de dicha, de mostrar amor, interés, es algo con lo que he peleado desde hace varios años, cuando por fin me di cuenta de que me había convertido en un monstruo egoísta y asqueroso, rodeado de personas con esas mismas fallas. Me alejé por completo de ello, me puse a analizar mi vida. Cambié mis maneras, poco a poco. Aprendí que tratar al otro como persona, como humano, era lo correcto. Fue un proceso que tuvo su origen cuando me di cuenta de que había dejado ir una de las relaciones más significativas en mi vida, por distintas razones, entre ellas, el que no fui capaz de dejarme querer.
Cuando era niño, tuve uno de esos episodios en los que me prohibieron serlo. Me habían dejado en casa de mis tíos Juan y Amalia, mejor conocida como Mayo. Tía paterna. Nunca lo vi, dada mi ceguera emocional, pero esa pareja era el ideal: corazones de oro, bondadosos, gentiles y que educaron, en la medida de lo posible, a sus tres hijos de esa manera.
Tenía unos seis años cuando mis tíos nos llevaron a un parque cercano a su casa. Yo me había subido a una especie de montañita, un lugar elevado desde donde podía ver a mis tíos y primos. Vi un montoncito de piedras, las tomé y empecé a arrojarlas en su dirección, pero no con la intención de golpearlos, sino simplemente por arrojar piedras. A mí se me tenía terminantemente prohibido tomar cosas del piso, ensuciarme las manos y, en general, hacer cualquier cosa que haría un niño. Ese día no estaban mis padres, así que me atreví.
Descalabré a mi prima Betty.
Lo recuerdo entre sueños. Creo darme cuenta, demasiado tarde, que mis tíos gritan que tenga cuidado, que no lance las piedras, justo antes de abrirle la cabeza a mi prima. Mi mortificación no conocía límites, pues son de mis personas favoritas y dañarlos me parecía inconcebible. Mi madre me amenazó y gritó cuando llegaron y se dieron cuenta de lo que había pasado. Mi tío les dijo que había sido un accidente y ya, que éramos niños. Él nunca supo que el regaño continuó durante el camino de regreso y al llegar a casa. De hecho, no sabe cómo son mis padres.
Me gustaba mucho visitar la casa de mi tía Mayo, porque dentro del mismo edificio, estaba mi abuelito Martín, junto con mi tía Paty, que me hacía sopa de munición y mi tía Pe, que muy a su manera, nos demostraba su cariño. Era un grupo con el que siempre me gustó estar, porque era el mismo que se reunía, años antes, en otra casa, cuando mi abuelita Luchita vivía. Pasaba la mayor parte de mi tiempo con mis tíos Juan y Mayo, porque eran los más amorosos. Además, mi primo Juan tenía la mejor colección de libros: mi gusto por la lectura, viene de él y de su paciencia al sentarse a leerme los libros de Elige tu Propia Aventura de Calabozos y Dragones de Timun Mas. También me enseñó a jugar ajedrez y me dejaba jugar todo lo que yo quisiera con su Atari 2600.
Cuando llegaba, mi tío Juan siempre me decía: ¡eres grande!, porque estaba creciendo más alto que sus hijos. Se sentaba y escuchaba todo lo que yo quisiera contar. Para mí, era algo inusitado, porque en mi experiencia, los adultos nunca estaban interesados en lo que yo tuviera que decir.
Ningún adulto.
Bueno, ningún adulto excepto mis tíos. Ellos siempre estuvieron dispuestos a escuchar mis historias, aunque mi madre generalmente me interrumpía o me lanzaba una mirada de dagas para callarme. Mi tío me animaba a que siguiera hablando. Me ponía atención y lo sabía, porque me hacía preguntas, se sorprendía, reía. Nunca hubo un “shh” o un “salte a jugar” o “cállate, Alejandro”. De hecho, para ellos, siempre he sido “Ale”. Estoy a punto de cumplir 44 años y sigo siendo “Ale”. Son de los contados que pueden llamarme así.
Con la adolescencia, dejé de salir con mis padres y hermanos y, por ende, casi no veía a mis tíos. Eventualmente, aparecí en alguna fiesta, algún cumpleaños. Mi tío me hacía preguntas, se interesaba en mi vida “¡Gigante!”, decía, cuando me veía entrar por la puerta y se daba cuenta de que había estirado otros 10 centímetros. Me abrazaba. Me invitaba a pasar, a sentarme, me ofrecía agua, refresco. O algo de comer ¿Se han puesto a pensar en lo que implica que alguien te abra las puertas de su casa con gusto? ¿Que te vean con alegría? ¿Que quieran escucharte? Son tesoros, para mí. Son joyas, escasas. Momentos preciosos, cuando son sinceros. Y no hay amor más sincero que el de Mayo y Juan hacia mí y el mío hacia mis tíos y primos. En mis momentos más terribles, en mis días más llenos de egoísmo y mala leche, ellos me daban los brazos de la misma manera, sin cuestionar por qué ya no iba, interesados en el nuevo empleo, la mudanza, la novia. Asuntos de la vida diaria por los que nadie más me preguntaba. Si ha habido alguien que me mantuvo, aunque sea con un hilo, amarrado a la realidad, esos son Juan y Mayo.
“¡Gigante!”, me dijo en marzo, cuando yo creía que el virus solo podría ser ligeramente peor que la influenza y que para junio, todo estaría bien. Había llevado a Ximena, mi sobrina, a que conociera a sus tíos, pues tenían años de no verla. Hizo clic de inmediato, seguramente porque reconoció la bondad de sus corazones, que es la misma que tiene ella. Veo mucho de mi tía Mayo en Ximena: amor inconmensurable y sin condiciones.
Cómo quisiera ver lo mismo en mí.
¡Gigante! Cuéntame qué haces. Media hora de hablar de un festival de cine de terror, de páginas, de noticias. Quisiera haberle contado de los podcasts. De mi búsqueda por ser mejor persona. De lo tanto que lo quiero, pero las palabras no me salen, no pueden, porque esa barrera entre mis emociones y el mundo exterior sigue ahí. Más débil, pero sigue existiendo. Abrazarlo más, darle las gracias por siempre abrirme su casa, por escuchar mis disparates. Porque, para mí, a pesar de que yo le sacaba 15 centímetros, 20 tal vez, él era el gigante, por su infinita capacidad de amor hacia un sobrino al que casi jamás veía.
Mi tío Juan murió hoy. Covid. Es la tercera persona que pierdo. No puedo salir corriendo a abrazar a mi tía, que también está contagiada. No puedo salir a ver a mis primos. Tengo que quedarme aquí, encerrado, aparentemente esperando un contagio inevitable a meses de que me toque una vacuna. Y es por eso que, con tanta facilidad, saco personas irresponsables de mi vida, sin importar lo cercano del parentesco que tengan conmigo, si se arriesgan sin necesidad a contagiarse.
Gracias, tío. Te quiero mucho. Si sobrevivo, te prometo visitar muy seguido a mi tía.